Poco a poco las notas musicales comienzan a trasladar al auditorio hacia otro espacio/tiempo, llevándolo a confines lejanos. Primero el violín, luego violas, violonchelos y contrabajos se van uniendo sigilosamente. Los instrumentos de cuerda van tejiendo paso a paso un entramado de notas que de un momento a otro dará entrada triunfal a la orquesta. Un clarinete junto a la flauta endulzan por unos instantes el ambiente. La audiencia se desliza por arroyos cristalinos y lechos de piedra. Luego explotan las trompetas junto al bombo que remece conciencias. El camino ya no es de agua sino de tierra, pedruscos y arena cubren la senda.
El segundo movimiento arranca de
manera más concisa, violenta. Retumban los timbales, replican las trompetas,
apuran violines y violonchelos midiendo el tiempo segundo a segundo, sin
salirse de su esquema, siguiendo paso a paso un pentagrama perfecto. La melodía
va generando ahora atmósfera de recuerdos agolpados, retazos del pasado,
rostros de seres amados, fallecidos, extraviados en el tiempo. Luces lejanas
titilan como faros en medio de las tinieblas y dejan al auditorio en suspenso.
El director permanece quieto,
paralizado antes de dar comienzo al tercer movimiento. Es una estatua frente a
la orquesta, hasta que un rayo activa sus
manos. Alza la batuta y el primer violín gime suplicante, dando la
entrada a la orquesta. El director sabe de memoria la sinfonía completa, la ha grabado
con buril en su cerebro. Su memoria auditiva es una aguja sobre el disco de
vinilo liberando nota tras nota. Se alzan violines y contrabajos, luego las
violas y violonchelos, resuena el trombón y la trompeta. No hay disonancias
audibles, solo armonía celestial de la sinfonía en su última fase, cuando estalla
el sonido total de la orquesta. Luego el fagot y el oboe preanuncian que el fin
está cerca.
Miguel de Loyola – Santiago de Chile
– Agosto del 2025
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