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Caminos viejos

 



El camino era un tierral donde en invierno y verano los vehículos quedaban atascados. En invierno en el barro por causa de las lluvias, en verano en la tierra convertida en arena  por el sol. Se trataba más bien de una huella para caballos o carretas de tracción animal.

Costaba un mundo conseguir un vehículo motorizado para internarse por aquel camino a un  precio razonable. Los choferes se negaban, o bien ponían una tarifa exorbitante para evitarlo. Así que no resultaba fácil hacer la travesía, los inconvenientes sobraban. No existían entonces los vehículos que hoy abundan en pueblos y ciudades.  En su mayoría no pasaban de cacharros que si no les fallaba el sistema eléctrico, se atoraba el carburador, se reventaba algún neumático o hervía el radiador. La gente no podía moverse a ninguna parte con la facilidad actual, vivía circunscrita a su entorno, sin conocer nada y a nadie fuera del lugar. Cuando por casualidad llegaba un afuerino, la noticia se esparcía por las casas como una gran novedad, aunque se tratara de un vagabundo extraviado que no tardaba en alejarse de esa soledad.

 

Desde ese pueblo y de muchos otros aledaños nadie podía darse el lujo de viajar a la ciudad más próxima, a menos que se tratara de una urgencia. El viaje costaba una fortuna y había que programarlo varios días antes, de lo contrario no existía ninguna posibilidad de concretarlo.  Ahora en cambio la mayoría cuenta hasta con automóvil propio. Parece increíble, pero así han cambiado las cosas. El camino está pavimentado y los automóviles se desplazan raudos por la cinta de asfalto que serpentea por esos mismos cerros recónditos, ayer intransitables. Si la abuela Elvira que vivió cien años estuviera viva, se caería de espaldas al constatarlo. En su tiempo su marido era el único que disponía de un vehículo motorizado en la zona, un Ford del año 30 que a fuerza de continuas explosiones conseguía llegar finalmente al pueblo. Ella soñaba con un camino como el actual, por donde de seguro aquel cacharro ahora no podría tropezar, pero de él como de sus dueños no queda más que esqueletos carcomidos y sepultados muchos años atrás.  

 

Miguel de Loyola – Carrizal de Putú – Año 2020

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