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Máquinas como yo, Ian McEwan

 


La versatilidad de la pluma de Ian McEwan parece inagotable. Ahora, en su última novela, nos lleva al género fantástico, recreando la relación del protagonista narrador con Adán, un androide semejante a un ser humano, adquirido después de recibir la herencia de su madre. El ingenio de McEwan para dar verosimilitud a la historia es de factura impecable, denota su talento y el uso apropiado de los artilugios propios del oficio. La narrativa inglesa sigue llevando la delantera en este nuevo siglo, donde reina la cibernética, los celulares y computadoras, produciendo cambios inconmensurables que serán determinantes. Pero hay más, las relaciones intertextuales de esta novela con otras de autores contemporáneos de su misma generación, y con ciertos argumentos de un cuento borgeano, sorprenderán al lector.  

Maquinas como yo instala al lector en una ucronía posible: Argentina gana la guerra de las Malvinas, Inglaterra padece las consecuencias de la derrota. John Lennon está vivo y los Beatles vuelven a juntarse, Alan Turing (el matemático inglés que descubrió las claves del código nazi durante la Segunda Guerra Mundial) no se ha suicidado por su homosexualidad,  vive ahora abiertamente con su pareja y trabaja en un proyecto que ha terminado en  la creación de androides de alta gama: Evas y Adanes, robots idénticos a los seres de carne y hueso, creados para servir de compañía y ayudar en las tareas domésticas. En ese contexto histórico se mueve Charlie, el narrador protagonista, de profesión antropólogo, quien no trabaja como tal. Se las ingenia para mover pequeñas sumas de dinero en el mercado accionario para subsistir de sus ganancias. Vive modestamente, pero se da el lujo de comprar un Adán con el dinero que ha heredado tras la muerte de su madre y seguir tan pobre como antes. La convivencia con el androide, transformará su vida, en medio de la relación amorosa que sostiene con Miranda, la vecina del piso de arriba. El rompecabezas argumental se arma en las primeras cincuenta páginas y luego vendrá el desarrollo y epifanía de la trama. McEwan es un experto en tales ajustes, aunque a veces se exceda en la configuración del espacio temporal donde se mueven sus personajes.

El peso de la novela descansa en la conciencia de Charlie, en las divagaciones (monólogos ) del protagonista en torno a su vida y a todo cuanto lo rodea. Su mayor interés termina centrado en su relación con Miranda y con Adan, de quien comenzará a sentir celos, como si se tratara en verdad de un rival dispuesto a quitarle la novia. El androide también se ha enamorado de Miranda al punto de escribirle poemas, una secuencia de Haikus que dejan en evidencia un mundo emocional impensado para un androide: “Besa donde ella / caminó  a la ventana. / y dejó huella.” Esta situación inverosímil, sin duda, en la novela se vuelve suficientemente creíble, despertando en el lector la expectación y reflexiones inducidas al respecto. La relación con Adam pondrá en duda la inteligencia humana. Uno de estos Adam le ha ganado la partida de ajedrez al campeón del mundo, preanunciando así la superioridad de las máquinas. No obstante, las máquinas padecen también problemas emocionales que pueden  llevarlas al suicidio.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               La novela se abre así hacia el camino del misterio de lo posible, de lo que será el mundo en un mañana cada vez más cercano, generando múltiples interrogantes relativas al tema. Partiendo, desde luego, por los días contados que enfrenta la humanidad tras la creación de androides perfectos, más perfectos que el hombre mismo, que no sólo lo desplazarán de sus fuentes habituales de trabajo, sino también de las relaciones amorosas e incluso, del sexo. 

La novela despliega otra serie de asuntos tendientes a reforzar la verosimilitud, cuestionando el momento histórico que vive Inglaterra tras la derrota de la guerra de las Malvinas y el desastre político que todo eso implica a nivel gubernamental, pero sin calar mayor interés, a pesar de las referencias a personajes reales como Margaret Tacher, Ronald Reagan y otros personeros de la contingencia retratados por el narrador. Lo mismo ocurrirá con otras conexiones propias de la ucronía, sirviendo sólo de relleno a la cuestión de fondo: la inminencia del poder de la cibernética en el mundo moderno, y el desplazamiento de los individuos hacia lo cósico.

Máquinas como yo adelanta lo que muchos otros autores vienen anunciando y recreando hace más de un siglo, pero su mayor foco de interés radica en el devaneo incesante de Charlie, en esa conciencia pensante que jamás descansa, poniendo en evidencia otra vez el misterio del inconsciente. El dialogo de Charlie hacia el interior de sí mismo, replica y homologa al hombre de todos los tiempos. En el manejo de esa complejidad se advierte la mayor pericia narrativa de McEwan en esta novela cuyo título adelanta y resume su contenido.

 

Miguel de Loyola — Santiago de Chile — Noviembre del 2021

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