Veinticuatro horas en la vida de una mujer es una delirante historia de amor contada en primera persona por una mujer. Una mujer se ve envuelta en un idilio amoroso tras intentar ayudar a un joven jugador al borde del suicidio. La historia recuerda a El Jugador de Dostoievsky, y conlleva a conectar situaciones semejantes entre ambas novelas. Ya lo dijo Borges, un libro es la continuación de otro libro, Siempre hay vasos comunicantes, y mientras más se lee, es posible entrever relaciones y mímesis. Intertextualidad, se dice ahora.
La ludopatía
es una enfermedad mental. Al menos así la entiende y la explica la psiquiatría
en su intento de apropiación de los fenómenos de la mente. Stefan Zweig la
recrea con la habilidad del narrador experimentado, proyectando un personaje atrapado
en el problema. Su locura, arrastrará a una ingenua mujer que cree ciegamente en
la posibilidad de curarlo de aquel mal. Sin embargo, terminará tan enloquecida como el ludópata, acaso
contagiada, aunque de otra enfermedad: la pasión, el amor, el deseo.
La
novelística alemana, siguiendo acaso el derrotero cultural griego, o
sintiéndose —como se ha dicho— sus herederos legítimos, incursiona una y otra
vez en las grandes pasiones que mueven a los seres humanos, proyectando esas
fuerzas siempre en pugna: eros y tánatos.
La influencia de Apolo y Dionisos, los dioses que tan bien representan ambas
fuerzas en su mitología. Ambas cohabitan el alma, y su encuentro repentino, generan
los más grandes conflictos, tan reales y vivos como los que proyectan estas Veinticuatro
horas en la vida de una mujer.
Para
nuestros tiempos, tal vez la historia podría pecar de inverosímil en algunos
pasajes, pero permite al lector incursionar en los intersticios íntimos de lo
femenino, donde el imperio de las emociones será siempre o casi siempre
superior al de las razones. Es posible advertir aquí que la mujer puede amar,
parafraseando a Nietzsche, más allá del bien y del mal, mientras dure su estado
de locura.
Miguel de
Loyola - El Quisco - Junio del 2021
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